¿Recuerdas aún cual era tú primer teléfono móvil en aquellos tiempos en los que aún eran un accesorio tecnológico que convivía pacíficamente con los teléfonos fijos y las cabinas? El mío era un Alcatel One Touch Easy, un luchador incansable, que, seguro que sobreviviría al apocalipsis, más duro que una roca y cuya batería duraba varios días sin despeinarse. Era la época en la que los móviles se usaban simplemente para llamadas rápidas cuando estabas fuera de casa, mensajes de texto estilo telegráfico y poco más. En aquellos tiempos, aún no sabíamos que los teléfonos móviles con el tiempo estarían destinados a ser nuestros jefes. ¿Te parece que exagero?
Poco a poco y con los años, esos primeros teléfonos móviles fueron evolucionando, variando de tamaño, diseño y también de prestaciones, hasta ganarse a pulso el nombre de teléfonos inteligentes, haciéndose cada vez más imprescindibles en nuestro día a día. Los smartphones han pasado de ser simples teléfonos, a ser nuestras agendas, asistentes personales, compramos a través de ellos, controlamos nuestras redes sociales, jugamos, hacemos fotos, videos y un alto porcentaje de nuestras transacciones bancarias las realizamos a través de nuestros dispositivos móviles. Gracias a su evolución podemos hasta pedir pizza sin levantarnos del sofá.
Pero no, no todo es de color de rosa, querido lector. La dependencia de los teléfonos móviles, porque hoy en día dependemos de ellos más de lo que pensamos, también trae sus problemas insospechados. Yo, como muchos, no era plenamente consciente de la magnitud de esa dependencia. Es más, habría jurado y perjurado que unos días sin móvil mi móvil no supondrían el fin del mundo, y, seamos sinceros ¿Quién lo creería? Sin embargo, mi querido amigo Murphy me tenía preparado una jugada maestra para ponerme a prueba: Mi teléfono decidió tomarse un descanso sin aviso previo. Así que, tocó enviarlo al servicio técnico cuidadosamente empaquetado. Fue este incidente, o más bien los desafíos que surgieron a raíz de él, lo que me llevó a una profunda reflexión sobre la impactante dependencia que hemos desarrollado de estos pequeños, grandes dispositivos.
Aunque confieso que mi teléfono en ocasiones puede parecer una extensión de mi mano, nunca imaginé el pequeño caos que su repentina ausencia podría llegar a desencadenar. Si bien en el fondo me fastidiaba un poco la previsión de tener que prescindir durante unos diez días, que era la previsión de tiempo para su reparación, de consultar la hora o la previsión del tiempo con un simple vistazo o responder a algún WhatsApp, tampoco me preocupaba de forma masiva. Al fin y al cabo, a través de mi media naranja, por ejemplo, seguía estando localizable para el mundo si era algo urgente, o al menos eso creía yo. Pero ¡Nada más lejos de la realidad! Pues no contaba con todo lo que tenemos vinculado a nuestros smartphones y en cuantos aspectos del día a día su ausencia nos puede provocar una pequeña crisis existencial.
A pesar de mi filosofía de “por unos días sin móvil no pasa nada” (que realmente no pasa nada), la realidad del día a día fue más complicada de lo que imaginé. Resulta que, sin que me hubiera dado cuenta, muchísimos de mis hábitos cotidianos se habían vuelto tan digitales, que la falta de mi teléfono desencadenó una serie de pequeñas catástrofes y situaciones cómicas, que parecen sacadas de la pluma del guionista de una sitcom de éxito. Desde pedidos online extraviados, porque el transportista no me podía localizar para coordinar la entrega, hasta buscar direcciones sin la ayuda del GPS, mi mundo de repente estaba lleno de pequeñas sorpresas sin la pantalla que todo lo ve y que todo lo sabe.
Después de ese cúmulo de incidentes anecdóticos provocados por la pausa digital forzosa, me esperaba otro desafío con el que no contaba. Mientras mi querido dispositivo ya se hallaba de camino hacia su spa técnico, yo tenía que hacer una transacción bancaria. Ni siquiera se me pasó ni por la mente que una simple transacción online pudiera suponer un problema, por lo que, sin dudarlo, encendí el pc para acceder a la página web de mi entidad bancaria. Tras navegar por su menú, sortear el laberinto de mis credenciales y seleccionar con maestría la transacción, el importe y validar, ¡sorpresa! Olvidé que vivimos en la era de la “autenticación reforzada”. Imagina mi cara cuando me di cuenta de que, para completar la danza de la transacción, necesitaría acceder y reaccionar a la notificación que mi banco había enviado a mi teléfono. Ese mismo teléfono que se había declarado en huelga y se encontraba de camino a sus vacaciones forzosas y del cual aún no me había hecho con un sustituto provisional.
Pasaron varios días hasta que conseguí hacerme con un teléfono de repuesto, algo viejo y muy básico, pero que cumple las funciones mínimas necesarias mientras recupero el mío, en los que se sucedieron los momentos cómicos y desesperantes a la vez, que me hicieron cobrar consciencia de lo mucho que dependemos de estos chismes tamaño bolsillo.
Admito que mi retiro tecnológico involuntario fue un poco estresante al principio, aunque también tuvo su lado positivo. La ausencia de notificaciones constantes, esas que han pasado a formar parte de la banda sonora de nuestro día a día, me permitió redescubrir placeres y pasatiempos olvidados. Tales como sumergirme en un bien libro impreso, con su olor a tinta y tacto de papel o desafiar mi mente con sudokus y crucigramas. Y por supuesto también me permitió volver a disfrutar de animadas conversaciones sin que mi mente y mi mirada se desviaran de soslayo hacia la pantalla cada dos minutos.
En conclusión, vivir sin mi teléfono móvil durante unos días fue un recordatorio de lo dependientes que nos hemos vuelto de la tecnología, pero también una oportunidad para apreciar las pequeñas cosas de la vida que a menudo pasamos por alto. Así que, si alguna vez te encuentras en una situación similar, recuerden respirar profundamente, mantener la calma. Acepta el desafío ydisfruta del viaje sin notificaciones ni llamadas. ¡Quién sabe qué aventuras te esperan!
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